La historia de un tango hecho realidad.
A Javier le pasaba lo mismo que a nosotros. En su pieza, todas las noches antes de dormir miraba un póster de sus ídolos, que se encontraba justo arriba de su cama. El anhelo era ser como ellos. El sonido de una futura ovación de la hinchada susurraba cotidianamente en sus oídos.
Con 16 años, como todo adolescente, vivía a las corridas. Iba a la escuela, y salía a los trotes para llegar temprano al entrenamiento. Aunque en el trajín, cierta tarde fue distinta a las demás. Fue un martes. Javier llegó al complejo como todos los días, y rápidamente se dio cuenta que algo pasaba. Estaba el técnico del primer equipo, que pasó a ver al “semillero” porque tenía algunos problemas para armar el plantel para el domingo. Igualmente, aquel hecho no sería el que más llamara la atención del jovencito, sino que un rato después, tras un picado, su entrenador le comunicó que tenía que comenzar a trabajar con la Primera. Claro, a practicar con los del póster de su habitación. Javier no lo podía creer, no corrió al baño de milagro. Las escasas palabras que salieron de la boca de su técnico, representaron en dicho instante, las más importantes de su vida. Nunca había vivido una situación similar. En la que recuerdos, desconciertos y mil y un emociones, hicieron latir de lo lindo a su corazón.
Nose en que estado emocional, pero el chico llegó a su casa después del entrenamiento. No paro un solo minuto de contarles a sus viejos con lujo de detalle, todo lo acontecido en su gloriosa tarde. Pareciera que el sueño del que hablaba aquel tango, comenzaba a jugar con la irrefutable realidad, pero todavía faltaban algunos capítulos. La felicidad de Javier desbordaba, a tal punto que no pudo pegar un ojo en toda la noche. Al otro día, tendría frente a frente a los fenómenos que veía todos los domingos desde la tribuna con su papá.
En la semana previa, realizó un buen trabajo. Pese a su andar silencioso y por demás reservado, adentro de la cancha el pibe se soltó y conformó al técnico. Sin embargo, jamás se imaginó que podía tener alguna chance de integrar el plantel que iba a jugar el domingo. Aunque nadie iba a poder quitarle la ilusión. Javier en aquella semana tenía más hambre de gloria que cualquier futbolista en el mundo. La cabeza le maquinaba constantemente. De un momento para otro, podía pasar de jugar con sus amigos y ser observado por su familia y novia, a compartir un vestuario con sus ídolos, para posteriormente ser recibido por una multitud desbordante de algarabía, con un millar de papelitos tapando el verde césped. Obviamente, la diferencia entre una situación y otra, era notoria. Pero el chico, como si nada. El contexto de semejante acontecimiento no lo achicó. E iba a dar muestras de ello.
El equipo debía viajar a Jujuy, muy lejos de casa. El entrenador pegó la hoja con los citados a la salida del vestuario. Javier, muy tímidamente, se acercó a pispiar. Primero observó a los de siempre, y cerca del final, vio su nombre. Segundo gran sofocón de la semana. El ansiado debut, ya no era una ilusión tan lejana.
Le costó dormir, aunque a esta altura, era lo de menos. Ya estaba en el baile y difícilmente se iba a bajar. Y para colmo, ante la ausencia de delanteros, el pibito fue al banco nomás. Cada pensamiento o simple ilusión futbolera a lo largo de su vida, se asemejó a ese preciso instante. Como en la siesta, tal cual.
El partido comenzó, y Javier se sentó junto a los suplentes. No pasaba nada importante, el encuentro iba empatado y aburría a todos. Hasta que a los 15, el ambiente se revolucionó. Un compañero se lesionó. Cuando el jovencito vio que los médicos hacían señas pidiendo el cambio, las piernas comenzaron a temblar. Mucho más cuando el técnico le dijo que iba a entrar. ¡Qué momento!
Y hasta que se dio cuenta donde estaba parado, pasaron varios minutos. Vivió todo lo que quedaba del primer tiempo en una nebulosa. No entendía lo que estaba pasando. Claro, hace menos de una semana, el entorno era muy distinto. Las piernas flaquitas con las medias que le pasaban largamente las rodillas, seguían temblando. El pibe de 16 años defendía una banda cruzada en el pecho. No era cualquier cosa.
El entretiempo le vino bárbaro. Tomó aire, recibió algunas palmadas de aliento de los más grandes. Al fin y al cabo no era nada de otro mundo. Solo un partido de fútbol. Importante y por el que remó toda su vida, pero un partido de fútbol. Se tranquilizó, y salió otra vez a la cancha.
La serenidad era óptima. De tal manera que solo en un cuarto de hora, el chiquilín comenzó a escribir su historia en el fútbol grande. Un pelotazo vino al área. La bajó el “9”. De repente, Javier se vio con la pelota en los pies y frente al arquero. Cerró los ojos y la cruzó fuerte. La pelota, en una decisión que derivó en una amistad eterna con el protagonista, le cumplió el deseo y entró pegadita al palo. GOL. Sí, gol del pibe que debutaba. Salió corriendo hacia el banderín del córner, se besó la camiseta, para luego revolcarse en el caluroso pasto jujeño. El simplísimo término GOL volvió a ser la expresión máxima de felicidad.
Es que el sueño del pibe estaba consumado. El partido terminó siendo empate. Solo estadística. Javier, que más tarde sería apodado “Conejo”, hizo el gol que siempre soñó. El primero, el inolvidable. El que una vieja letra de tango describió a la perfección. El que no muchos pueden llevarlo a la realidad. Aunque siempre hay algún afortunado. Como Javiercito, que repentinamente ingresó al universo futbolero del que alguna vez, muchos quisimos ser parte.
0 Comentarios:
Publicar un comentario